sábado, 24 de enero de 2009

El brasileño...

En los largos años de mi vida sólo puedo decir que tenga dos grandes pasiones que destacan sobre las demás: ver películas y comer. De ahí que durante mi primer año en la universidad asistiera tres veces por semana al cine y que sea muy habitual que asista con mis amigos a restaurantes de buffet libre.
Mi perdición fue conocer el restaurante brasileño; recuerdo que me hablaron de él como un lugar en el que si ibas una vez ya no preferirías ir a ningún otro restaurante de "come todo lo que puedas" a no ser que fuese otro brasileño que estuviese mas rico.
En este restaurante es en el único sitio en el que he puesto a prueba la capacidad de expansión de mi espacio estomacal; la mayoría de mis amigos veían lo de comer hasta reventarte como una tonteria, ¿para qué ese malestar innecesario tras un manjar? pensareis, pero mi cuerpo cuando empieza a comer es una máquina de no parar hasta tocar fondo. De mi grupo de catadores carnívoros, sólo había uno tan imbécil como yo como para retarme a ser la persona que más comiera de la mesa, con el pequeño matiz de que esta persona superaba los cien kilogramos de peso y yo a penas pasaba los sesentaycinco...
En mi vida sólo he vomitado dos veces por comer hasta reventar, y como estareis pensando, las dos fueron por haber comido con mi amigo en el maldito brasileño, aunque eso sí, siempre salía victorioso de aquel restaurante.
Centrandome en la pequeña anécdota, un día estabamos sentados cuatro amigos en el brasileño, como tantas veces hemos hecho, pero con la salvedad de que esta vez era yo quien tenía que pagar aquella cena en compensación de un favor que ahora no viene al caso, cosa que me iba a costar mínimo quince euros por cabeza.
Mientras engullíamos la comida, alguien comentó que había oido que si en un restaurante al terminar la cena pedías la hoja de reclamaciones normalmente no te cobraban la comida, pero nadie llegó a pensar que aquello tuviese alguna lógica.
Resulta que aquel día en el restaurante del monton enorme de gente que lo ocupaba, la carne que llegaba a nuestra mesa era escasa y en ocasiones estaba fría, así que comenzamos a tontear con la idea de pedir la hoja de reclamaciones. Entre risas decidimos que si en la próxima ronda no cambiaba el servicio nos quejaríamos al encargado, y así fue: llamamos la atención de la camarera más próxima a nuestra mesa para exigirle aquella hoja, y con los ojos húmedos y la piel blanco leche la chica nos pidió que la perdonásemos, que era su primer día de trabajo y que nos traería lo que nos hiciera falta; después de explicarle que el problema no tenía nada que ver con su eficiencia llamó al encargado, quien nos rogó que no la escribiesemos, prometiendo un excelente servicio en nuestra siguiente comida, así que acabamos retractándonos de la idea de escribir el papel.
Pedimos la cuenta al mismo encargado y dándonos las gracias nos entrego aquel papel donde ponía: "Cuatro cubiertos - 15€". Después de todo acabaron invitandonos a cenar a tres de nosotros, con lo que la invitación a mis tres amigos me salió lo más barata posible.
Moraleja: si quieres comida gratis sólo tienes que escupir en el plato y decir que la salsa especial del menú está en malas condiciones para tener una queja sólida.

lunes, 12 de enero de 2009

La pista de hielo...

En uno de los viajes que he hecho en mi vida alrededor del mundo, me fui con un grupo de personas a la costa oeste de Norte América, a Sacramento, durante un mes para aprender inglés conviviendo con una familia y dando clases por las mañanas.
En ese perriodo también realizabamos excursiones por los alrededores tales como viajes a San Francisco a visitar Alcatraz, ir a un parque de atracciones o subir al pico de una montaña a bañarte en una piscina de agua caliente.
Esto me ocurrió en este último lugar, era un sitio curioso ya que a la vez que podías bañarte en un jacuzzi o en una piscina y a menos de 20 metros patinar sobre una pista de hielo.
Para entender bien la anécdota he de decir que yo había estado patinando e incluso jugando al hockey en la federación malagueña, con lo que tenía los aires de buen patinador muy subidos (aunque en realidad en hielo no había patinado más de dos veces).
Resulta que despues de pegarnos el chapuzón en la piscina, los veinte o treinta compañeros de viaje nos dirigimos hacia la pista de hielo a colocarnos los patines y demás prendas para el frío; una vez en la pista me dí cuenta de que nadie, excepto dos o tres chavales mas pequeños que andaban por allí, tenía idea alguna de dar mas de dos pasos seguidos sin llegar a caerse, y yo, con los aires por las nubes y vacilando a todos mis amigos, empece a hacer el idiota por la pista.
De mi grupo únicamente había un chico asturiano que parecía saber defenderse en el hielo, y yo mas chulo que un ocho le reté a hacer las tipicas chorradas para ver quién se la pegaba primero.
Tras varios saltos y consiguientes caidas sin importancia, habíamos creado la espectación de todos los españoles, los cuales estaban atentos a cada parida que se nos ocurría. Mi amigo asturiano fue el siguiente en realizar un movimiento: se fue corriendo por toda la pista para coger velocidad mientras nosotros nos quedabamos esperando, y al llegar justo donde estabamos frenó en seco aunque de la forma clásica, con los pies cruzados. Al ver esa chorrada le dije a mi amigo que yo podía hacer lo mismo pero que llegando al final clavaría la franada con los dos pies en paralelo incando las cuchillas en el hielo (cosa que en hockey nos habían enseñado a hacer, pero que nunca había intentado en ese terreno), con lo que me dispuse a coger carrerilla y salí lanzado a bordear la pista.
Mientras iba cogiendo cada vez más velocidad, veía como las miradas de los presentes se fijaban en mí, y apreciando sus caras podía imaginar lo que estarían pensando todos por dentro: ¡vaya ostia se va a pegar este imbecil!; cuando quedaban unos veinte metros para llegar al punto donde se encontraban todos, recé todo lo que pude y más, y con un giro de cadera puse las cuchillas en paralelo y las inqué en el hielo de golpe...
Lo único que recuerdo a continuación fue recuperar el conocimiento estando tirado en el frío suelo mientras un barullo de gente me rodeaba y el monitor de vigilancia que en principio se encontraba en la otra punta de la pista estaba ahora arrodillado a mi lado moviendome la cabeza y preguntandome: "Are you okay?".
Por lo que me contaron luego mis amigos, tras incar las cuchillas en el hielo me fuí de bruces al suelo, y al pegar con la cabeza en el suelo me había quedado inconsciente (¡jajajja, vaya ostia!)

sábado, 3 de enero de 2009

El incidente en la obra...

Esta historia la escuché del marido de mi prima. Parece ser que en la empresa en la que él trabaja hay un personaje muy descuidado que no debe ser de los que mejor huela en el mundo por lo que me cuenta, y que además tiene la costumbre de llevar la garganta atascada, con lo que siempre anda carraspeando para intentar aliviarse, pero sin llegar a desacerse del tapón.
Resulta que otro compañero de trabajo muy simpático y bajito (un poca cosa), tenía que quedar con el molesto personaje para resolver unos problemas de una obra en la que estaban interviniendo; aquel día estaba nublado, el típico día fastidioso malagueño, y hacía mucho viento removiendo el polvoriento suelo del solar.
Estaban nuestros dos protagonistas en pie debatiendo sobre algún asunto, cuando el tipo alto y desagradable empieza a carraspear de nuevo; sin darle mas importancia el personaje bajito siguió comentando la obra dando alguna de sus opiniones para resolver el problema mientras el otro seguía y seguía revolviendo en su garganta cada vez con más entusiasmo; tanto fue el entusiasmo que le puso en aliviarse, que en uno de los esfuerzos se le escapó un escupitajo cargadito de flemas con tanta mala suerte, que con la racha de viento y a la vez estar el tipo bajito hablando, éste fue a parar directamente a la boca del segundo, el cual se lo tragó antes de darse cuenta del incidente.
Tras este desafortunado hecho, los dos protagonistas siguieron con la conversación como si nada hubiera ocurrido; el desafortunado tragador llamó horas más tarde a quien me contó esta historia entre palabras de angustia, definiendo el sabor del esputo como: "una bolita de alcanfor". (JajAJjjAJjaJAjaja!)

viernes, 2 de enero de 2009

El esquimal malagueño...

La historia que os voy a contar a continucación es una de las miles de anécdotas que han tenido ocasión en nuestro grupo de amigos en Málaga.
Cuando eramos algo más enanos, hace siete u ocho años, empezamos a hacer escapadas a Sierra Nevada para practicar snowboarding.
Al ser aun unos pequeñajos, y debido a que al mejor vehículo que aspirábamos entre todo el grupo era a una zip refrigerada por agua (más bien conocida como "zí refriherao por agua" entre los kinkis) teníamos que asistir a estas excursiones mediante la organización de una empresa de viajes llamada "Querkus".
Lo bueno y malo que tenía ir a la sierra de esta forma era que no teníamos que preocuparnos por nada, ya que ellos nos llevaban, nos prestaban el equipo, atendían cualquier problema y nos traían de vuelta, sin embargo la zona donde debíamos esperar para salir y para nuestra recogida a la vuelta era demasiado... conflictiva por decirlo así, y al salir el autobus a las siete o siete y media, teníamos que despertarnos antes de las seis para prepararnos y acudir al punto acordado.
Lo más molesto de ir a la sierra siempre es el equipo tan pesado con el que tienes que cargar en todo momento: botas de nieve, pantalones impermeables, camiseta térmica, sudadera de abrigo, chaquetón protector, guantes de nieve, bufanda o braga para el cuello, gafas de snowboard, gorro de lana y por último la mochila con bebida, comida y ropa seca, en fin, que tras caminar con todo el equipo dos pasos ya estabas sudando.
La cuestión es que durante la semana, en clase o por las tardes, fuimos organizando una de estas escapadas a las que se apuntaba bastante gente, no sólo uno o dos. Aquel día debíamos ser más de la cuenta, y no se cual fue el motivo por el que lo hicimos, pero al llegar el día previo a la excursión, cancelamos la salida para posponerla al siguiente fin de semana.
La cosa es que en mi grupo, como imagino que pasará en la mayoría, se trazan o cancelan los planes de la misma forma: el que lo decide llama a uno, este al siguiente y así hasta que todos están al tanto de la noticia (o por lo menos eso creíamos aquella vez). Resulta que por algún motivo todos creiamos haber llamado a quien nos tocaba, dejando a uno de nosotros al margen de la cancelación.
Para quien no lo sepa, en Málaga es muy normal que no haga apenas frío hasta muy entrado el invierno, cosa que no se daba en nuestra historia (es decir, hacía un calor de cojones). A las seis y media de la mañana del supuesto día de salida suena el timbre en la casa de uno de los que cancelaron el viaje; su madre, asustada por la hora, se acercó al telefonillo y preguntó de qué se trataba: el chaval al que no le habían avisado había ido andando algo más de un kilometro con el equipo puesto a pleno sol hasta llegar a donde siempre quedabamos para salir hacia el autobús, había despertado a toda la familia de mi otro amigo todo para escuchar un "¡pero tío que coño haces, si al final ninguno va a ir a la sierra!".
Y con las mismas con las que vino y con el cuerpo más sudado que un luchador de sumo, este pobre hombre tuvo que subir esta vez cuesta arriba la enorme cuesta kilométrica que le llevaba a su casa. (¡Que grande eres!)