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El siguiente relato tratará de hacer comprender no cuán peligrosas son las calles por las que vivimos, sino de cómo a una simple persona se le castiga repetidas veces para que aprenda que lo que intenta no es lo que está escrito para él.
Sobre el año 1993 me mudé a un nuevo barrio más tranquilo, donde sigo residiendo en veranos y navidades y fue allí el sitio en el que entre anécdotas cómicas y otras desastrosas me crié.
En ese barrio conocí a los que fueron mis amigos durante más de diez años, a los que veía día sí y día no, y como cabe esperar, siempre pasan mil historias que podría ponerme a relatar, pero me voy a centrar hoy sólamente en uno de esos amigos.
Cuando conocí a este chico era simplemente uno más de la pandilla; como a todos nos pasaba, cada uno teníamos una debilidad objeto de mofa por el grupo, pero sin llegar a tratar el tema con malicia; en su caso todo el mundo apreciaba que el pobre chaval estaba un poco sobrado de kilos (no mucho, pero había que sacarle alguna pega).
Este personaje, a parte de ser un poco mayor que los demás en edad y tamaño, era un amante del deporte, en concreto de la bicicleta; le podías preguntar por cualquier ciclista y cualquier etapa y se lo sabía todo al pie de la letra (aunque igual se lo inventaba y nosotros nunca lo comprobabamos jaja).
Es curioso como lo que más te gusta puede ser lo que no estés preparado para seguir; en su caso se trataba del ciclismo. En el primer año que residí en aquella zona cercana a la playa nos encontrabamos mi hermana, mi amigo "el entrado en carnes" y yo en la puerta de mi casa como cualquier dia pasando la tarde ensuciando las aceras con las cáscaras de pipas y las bicicletas tiradas en la calle. A lo largo de la tarde se acercó un viandante muy simpático que se sentó a hablar con nosotros; poco a poco nos fuimos dando cuenta de que aquel tipo tan simpático tenía algo sospechoso, y a medida que nos hablaba de su vida se nos aclaraban más las dudas de que no era trigo limpio.
Fue entonces cuando llegó el momento en que le pidió la bicicleta a mi amigo (al ser la más nueva y buena), quien tras negarse más de diez vecez acabo cediendo por pesadez; como era de esperar, vimos como aquel chaval subió por completo la cuesta de mi calle pero en vez de darse la vuelta y bajarla desapareció mientras tomaba la cruva.
Desconsolado por su pérdida, este chico le contó a sus padres lo ocurrido, y era tal la tristeza que desprendía que no tardaron más de un mes en comprarle otra.
Esta segunda bicicleta último modelo con cambios automáticos y freno de disco era la envidia de todo aquel que la veía; tan llamativa era que una noche alguien que se había fijado en ella entró en su casa y como si de un caramelo en la boca de un niño se tratase, desapareció.
Este pobre gafe no podía dar crédito de sus dos grandes pérdidas, cada vez más era objeto de burla en la pandilla, y esperando el entendimiento de sus padres pidió una tercera bicicleta por su cumpleaños.
La tercera bicicleta era más normalita, esperando no sobresaltar entre las demás, aunque igual de frágil; tanto era así que un día como otro cualquiera con más de diez bicicletas tiradas en la acera y ocupando parte de la calle, un coche que iba con demasiada prisa pasó sin contemplaciones por encima de una de ellas mientras todos estabamos despistados jugando con un balón.
Cuando nos acercamos corriendo a ver qué había pasado exactamente vimos que la bicicleta, ahora con forma de escultura artística, pertenecía de nuevo a nuestro gafado compañero; inevitáblemente todos nos echamos al suelo llorando de risa.
Es increible la cabezonería del ser humano, que después de demostrarte repetidas veces que algo no está hecho para uno mismo en vez de menguar ese deseo y darnos por vencidos hace que crezca y que nos obsesionemos hasta conseguirlo.
Supimos de este amigo que sus padres le dieron una última oportunidad cuando llegaron las fechas de pascua de ese mismo año. Todos esperabamos que por una vez el pobre tuviera algo más de suerte, y que aquella bicicleta llegase algun día a quedarse oxidada por el desuso, pero sin embargo esos no eran los planes del cómico destino; una tarde sentados en la calle como otra cualquiera mis amigos y yo reusamos el asistir a una excursion a la montaña con las bicicletas, a la que asistieron sólo la mitad de nosotros.
En esa excursion siempre se seguía la misma rutina: subida infernal hasta el pico más alto seguido de una bajada empinada y rapidísima por un estrecho camino de piedras creado por antiguos cortafuegos. Nunca le había pasado nada serio a ninguno de nosotros en aquella escapada hasta que esa misma tarde vimos llegar a lo que venía siendo una persona sin cara, solo arañazos y sangre abundante en la boca (el gafe) quien sin llegar a pararse del todo en dirección a su casa nos dijo: mi ultima bicicleta se quedo en el monte hecha una mierda tras la ostia que me he pegado, ¡que le den por culo al ciclismo!
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