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Ese campamento estaba organizado en dos grandes bloques, el edificio de los chicos y el edificio de las chicas; a su vez, cada edificio estaba dividido en habitaciones, siendo estas las que nos unian a nuestros compañeros en todos los tipos de actividades diarias o nocturnas.
Las reglas básicas de este campamento eran los puntos; a lo largo de la estancia alli se irían concediendo puntos por buen comportamiento, limpieza y orden en las habitaciones, participación en las absurdas actividades propuestas y poco más.
Y en este momento os preguntareis: ¿y qué es lo que se obtiene al final de la excursión?, pues una mierda de premios inútiles estilo "mención de honor como campeón del campamento" (el que se inventó este tipo de bonificaciones debía de tener algun tipo de retraso, porque no conozco a nadie a quien le hiciera ilusión).
Como cabía esperar, ninguno de mi grupo hizo méritos para conseguir avanzar en esta lista de puntos, lo que nos convertía en el grupo más penoso de la historia del campamento, tanto que nuestra lista de puntos se quedo a cero mientras otros compañeros del colegio se esforzaban en mantener sus cuartos impolutos (¡bien por ellos!, seguro que ahora estarán super orgullosos de si mismos jaja).
Entrando ya en materia, esta historia relata un accidente peculiar, que en un principio quedó en una tonteria, pero podría haber pasado a males mayores.
Resulta que en mi habitación estabamos ocho personas repartidos en cuatro literas, siendo un servidor poseedor de la cama inferior de una de ellas. Para divertirnos aun más se nos ocurrió pegar las literas unas con otras, sin dejar espacios entre ellas y así poder sentarnos todos para comentar anécdotas del campamento como el gran pedo que soltó uno de nosotros el primer día que un profesor entró en la habitación para despertarnos.
Una de las noches en las literas, los dueños de las camas superiores decidieron divertirse de una forma diferente: acojonando a aquellos que ocupabamos las camas inferiores, dando saltos y moviendo aquel entramado de madera chirriante asegurado con cinta aislante.
Fue tal mi congoja por aquellos estruendos que sin pensarmelo me quité de enmedio, sentandome en la cama justo a mi siniestra, lo que hizo que su dueño intenara encarecidamente echarme de ella hasta que por fin se convenció de lo contrario: mi litera se partió literalmente por la mitad, y la cama de arriba se convirtió en la cama de abajo, dejandonos a todos boquiabiertos.
El chico que saltaba encima de mí se quedó paralizado pensando que yo aún seguía alli dentro, y si no llega a ser por mi cabezonería, miedo o ángel de la guarda, así habría sido.
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