lunes, 19 de octubre de 2009

El Mueble de Cocina...

Una vez más, me postro ante ustedes para regalarle otra historia divertida de mi vida de la que pude haber salido mal parado, pero que por la suma de varios factores se impidió un desastre total.
Estaba otra vez en esa époga gilipollas de la vida donde todos nos creemos inmortales e invulnerables y no hacemos otra cosa que probar nuestra suerte una y otra vez con acciones estúpidas tales como "a ver quién salta desde el sitio mas alto", "a ver quién es capaz de bajar una cuesta más rapido" o incluso "a ver quién se atreve a burlar a aquel pobre guardia de seguridad cuyas habilidades motrices dejaban mucho que desear".
Pero todos hemos sido niños alguna vez, y el que lo niegue os aseguro que está mintiendo (excepto ese calvo de la lotería, al que recuerdo extrañamente igual desde que tenía uso de razón), y aunque nuestros padres nos hayan intentado dar una educación ejemplar siempre conseguimos tergiversar sus enseñanzas para un fin malvado.
Esta es la historia de cómo por más que desde pequeños nos digan: no hagas esto que te vas a caer, nosotros vamos y lo hacemos, y por consiguiente, nos damos la hostia.
Volvíamos mis amigos y yo de hacer alguna locura callejera, la verdad no recuerdo cuál exactamente, pero sería algo como lanzar piñitas desde algun tejado a los viandantes, marear al viejo del kiosko con algún chicle de marca inexistente o dar vueltas por el supermercado cada uno por un pasillo toqueteando todo y volviendo loco al vigilante. Entramos en mi casa para reponer fuerzas y fuimos directos a la cocina a merendar como si de los niños huérfanos de la India se tratase, tras pasar junto a mi madre la cual se encontraba pegada al telefono fijo discutiendo con algún vendedor por llamarle una y otra vez.
Una vez en la cocina mis dos amigos famélicos fueron directos a por las galletas y las magdalenas mientras que yo me encargaba de encontrar la leche. Una vez con el maldito cartón cerrado como un demonio buscaba los vasos de cristal a la vez que me cercioré de que ahora se encontraban en lo más alto del mueble de la cocina, siendo este el mayor de mis problemas al ser un servidor el mayor retaco posible.
Pero para esto el gran creador del ser humano nos brindó con una potentísima herramienta: el cerebro, aquella masa gris que te hace pensar en cosas inútiles tales como "si me subo aquí fijo que llego allí".
Pues eso hice, me armé de valor y con toda mi decisión puse un pié en el saliente de media altura de aquel armario con puertas de cristal, y cuando ya subía el otro pie creyéndome mi gran victoria sobre aquella situación, me di cuenta de que no era un mueble de gran altura, sino que desde el principio de los tiempos de aquella máquina de matar no era una única pieza sino dos, una colocada encima de otra.
Mi cuerpo quedó flotando en el aire como el efecto "slowmotion" de una película a la vez que caía de espaldas al suelo seguido por un enorme y aparatoso mueble de madera y vidrio de aproximadamente tres o cuatro veces mi peso corporal de aquel momento.
Justo antes del momento "matrix" por casualidad me aferré con tantas ganas al mueble que una de las puertas consiguió abrirse, lo que permitió el desprendimiento de toda una vajilla de platos, vasos, cubiertos y demás utensilios cerámicos o de cristal cayesen directamente encima de mi cara, pecho, brazos y piernas.
Mi madre que se encontraba justo sentada a medio metro de la escena protagonista soltó el telefono de un grito y se temió lo peor al verme debajo de la montaña de madera, a la vez que intentaba levantarla con la ayuda de mis dos amigos.
Milagrosamente, aquel acto reflejo de abrir la puerta a parte de arrojarme la vajilla al completo de sopetón, sirvió para frenar la caida del mueble contra mi cuerpo, actuando de tope como si un puntal de obra se tratase. Lo creais o no, después de aquella caida mi cuerpo no sufrió un sólo rasguño y una vez más puedo decir que vivo para contarlo. ¡Gracias extraño hombre calvo de la lotería que me da suerte!

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