martes, 20 de abril de 2010

Las Patatas Fritas...

Hay quien dice que comer es lo más sano que el hombre puede hacer con la naturaleza..., pero yo digo que si la naturaleza pudiera elegir ya se habría comido al hombre.
Esta vez, me gustaría escupir unas cuantas frases que os ayuden a entenderme, como especimen humano, más aún si cabe.
Desde que era pequeño he podido observar la capacidad almacenativa y comprobar el engranaje de mi delicado estómago; por más que me propusiese comer de manera pausada e ingerir alimentos que no interfiriesen en mi ciclo estomacal, mi ansia por devorar y mi gula personal controlaban mi cuerpo.
Por otro lado me he criado junto a un padre prudente, con un estómago muy endeble, el cual se cuida de comer cosas excesivamente picantes, salsas extrañas y comida abundante.
Si bien todos conocemos las leyes de la genética, si tu padre es calvo, su padre lo fué y sus antepasados casi nacieron sin pelo, lo más probable es que tú acabes como Mr. Proper, con lo que siempre he pensado que antes de que llegue la hora en la que deba cuidar mi línea/estómago, no pienso privarme de alimento alguno por feo, maloliente o desagradable que parezca, siempre y cuando se encuentre en perfectas condiciones... aunque no consiga que se cumpla el cien por cien de las veces.
Como ya he comentado, a mi cuerpo lo considero como un centro de experimentos ingestivos (recordad la historia del restaurante brasileño y sus consecuencias), pero siempre teniendo excesivo cuidado (o eso era lo que yo pensaba...).
Quién no se ha comido un yogurt caducado después de uno o dos días, un plato de comida lleva reposando en la nevera una semana, o un helado de hace meses en el congelador, toda persona normal ¿verdad?, pues en mi caso he llegado a superar esas cifras hasta el borde de la locura.
En mi última aventura digestiva, me encontraba en mi pueblo gallego, en una casita más que acogedora cuyos alimentos perduran entre nuestras dos o tres visitas al año (verano y navidad normalmente).
En esta casa, cansado por el calor y hambriento por el largo viaje de doce horas en coche, uno pensaría en llevarse a la boca cualquier tipo de comida, evidentemente no algo que estuviese en la nevera desde hace meses, pero sí todo tipo de piscolabis que se encontrase en buenas condiciones...
Y allí estaba, junto a la repisa de la nevera y escondido entre latas de conserva y botes de envasado al vacío, un apetitoso paquete de patatas fritas "asturianas" llamándome a voces. Al cogerlo noté que ya se encontraba abierto, pero tras un par de cálculos rápidos deduje que los últimos huéspedes habían estado allí no hace más de un mes, con lo que si no sabían de forma extraña, acabarían todas en el estómago.
Y así fue lo sucedido, lleno de migajas alrededor de la boca por haber ingerido como un animal, me encontraba satisfecho y sediento, más feliz que Michael Jackson en un parque infantil sin vigilancia; una vez sentado en el comedor viendo inútiles prográmas de horario de tarde, me dió por mirar el envase vacío de patatas fritas para buscar la fecha de caducidad, esperando no ser mayor a una o dos semanas desde el día actual...
Gritos, llantos y desesperación fueron las siguientes consecuencias a lo ocurrido: al observar la fecha comprobé que se trataba del mes anterior al de la fecha, si estabamos a principios de Agosto aquellas patatas caducaban en las últimas semanas de Julio, con lo que no existía demasiado riesgo... ¿pero qué es esto? -exclamé en voz alta como un poseso: ¡el año de caducidad de la bolsa era el 2008 y actualmente me encontraba en el 2009!, ¡aquella bolsa llevaba caducada algo más de un año entero!
El resultado os lo podeis imaginar... caguitis, vomititis y pal hospitaliti con la cara de un muerto viviente al hospital en busca de una salvación, ¡bendito suero fisiológico!.

miércoles, 14 de abril de 2010

El Pan Rallado...

Una vez más, y después de ni se sabe cuantos meses, vuelvo para contaros una anécdota más con el fin de entreteneos en esos minutos inútiles que perdemos a diario.
No me imagino cómo andareis de habilidosos en el tema de cocina, pero os aseguro que hasta los grandes cocineros son capaces de meter la pata.
Esta historia se la tengo que dedicar al protagonista de la misma, mi padre, buen padre de familia, gran arquitecto y mejor cocinero (o eso pensabamos todos).
Supongo que estareis hartos de escuchar las discusiones entre vuestros padres respecto al tema de la comida, vuestra madre quejándose de que no le apetece hacer siempre la comida y vuestro padre excusandose por el cansancio, lo que nos lleva a degustar un rico variado de embutido hacendado o con suerte atacar a los restos a punto de caducar en la nevera (estos últimos son considerados un manjar en estas situaciones).
Un día, al llegar mis padres a casa después de una dura jornada de trabajo, seguíamos la rutina habitual: mi padre diciendo "niño despiertate que son las tres de la tarde", mi madre por otro lado "yo hoy no voy a hacer la comida que me quiero relajar" y por último mi hermana advirtiendo que venía a casa a comer para evitar el minimo esfuerzo, con lo que nuevamente nos encontrabamos en una situación delicada que ami me gusta denominar como "alerta chope".
En esta delicada situación fue el cabeza de familia quien se ofreció para subsanar el problema; iba a preparar una rica sopa de picadillo acompañada de filetes rosada empanada con ensalada como segundo plato, delicioso ¿verdad?.
Una vez en la mesa, después de la ardua tarea de cocinar sin dejar la cocina como un campo de batalla (cosa que irrita más a la jefa que tener que hacer la comida a diario), felicitamos a mi padre por la gran sopa de entrante, ¡exquisita!; una vez terminada la sopa, se me encomendó la tarea de recoger la bandeja con el pescado recien hecho.
De vuelta en la mesa nos quedamos asombrados del oscuro color de la rosada, lo que con una simple explicación del chef nos sirvió para satisfacernos: "creo que se me han hecho un poco de más los filetes". Ya repartidos los pedazos en cada plato, corté valientemente la esquina del primero y me la metí en la boca esperando un manjar... cuando noto algo extrañamente agrio; lo comento en la mesa pero nadie parece percibir nada fuera de lo normal, es más, mi hermana se atrevió a decir que eran los mejores filetes de pescado que había probado nunca, accediendo a comerse el resto de mi plato.
Después de terminar el pescado, mi espadre, con un sabor de boca parecido al de haber mordido durante diez minutos una banderilla, se acerca a la cocina para comprobar si había podido ser un error suyo; no encuentra nada raro, pero le mosquea que el pan rallado usado para empanar los filetes esté más tostado en la parte superior del bote, con lo que seguidamente lo revisa con mi madre quien no observa importancia alguna; lleno de curisidad me acerco al bote que observan mis padres y me percato de algo impresionante: ¡la parte "tostada" del pan rayado se estaba moviendo!.
Rápidamente ambos progenitores echaron mano de sus gafas para una visión clara y descubrieron a unos pequeños amigos dentro de aquel dichoso tarro: ¡gusanos enanos!; habíamos estado comiendo tranquilamente unos filetes de pescado recubiertos por un delicioso enjambre de gusanos. Todos comenzamos a reir a la vez que recordabamos la grandiosa frase de mi hermana "estos son los mejores filetes empanados que he comido nunca".

miércoles, 28 de octubre de 2009

El Islote...

¿Qué es el miedo?,al tratarse de una sensación nadie sería capaz de describirlo con exactitud, pero lo que es aún más importante, ¿por qué cuando tenemos miedo somos capaces de realizar hazañas imposibles en el día a día del ser humano?.
Esta historia relata uno de esos actos sobrehumanos realizado por un servidor, no siendo éste el único por el que he pasado en mi vida.
Cuando vuelvo al pasado y trato de recordar como era mi vida entre los doce y los diecisiete años de edad sólo recuerdo travesuras y tiempo pasado en la calle, pero el mayor recuerdo superado por todos es el de intentar ser atracados repetidamente cada vez que salíamos del barrio.
Entre esta multitud de actos deleznables contra mi persona me gustaría destacar uno altamente relacionado con el tema de este relato: el miedo; estábamos dos amigos y yo en una feria en el centro de Málaga (no en la feria principal), donde había una diversidad de atracciones y entretenimiento juvenil. Al salir concretamente de los coches de choque nos cruzamos con el típoco grupito malagueño de gentuza, de entre los cuales uno se me acerco como un perro a una chuleta cuando escuchó el tintineo de las monedas que yo llevaba encima. Éste realizó el ritual clásico del atracador empezando por cigarrito, luego eurito y más adelante o la cartera o te doy un "gayuflón" carapán (jerga delincuente malagueña). En cuanto pudimos, a la salida de la feria, mis amigos y yo salimos corriendo atravesando el gran parkin en dirección a la salida del mismo, pero era tal la presión que yo tenía encima que trás veinte metros ya había dejado atrás a mis dos compañeros a la vez que me percataba que la lacra social seguía corriendo detrás mía; en el momento en que recordé que a la salida de la feria había un vigilante de seguridad dí un rodeo enorme y me puse de nuevo a salvo bajo su vigilancia. (ni el mismisimo Usain Bolt me habría superado en esos cien metros).
Después de esta breve reseña, os voy a intentar transimitir de la mejor forma posible el mayor miedo que he llegado a sentir en mi vida.
Curiosamente, nos encontrábamos los mismos personajes de la anécdota citada pero esta vez en un islote cercano a la orilla del mar, justo en los Baños del Carmen. A todo crío de esa edad le da por hacer cualquier cosa estúpida que se le pasa por la cabeza, desde tirolina con una cuerda y un arnés hasta bucear en las profundidades de alta mar.
A este islote acostumbrábamos ir a pasar el rato en los calurosos días de verano, unas veces para pescar, otras para bucear y nadar, o incluso todo a la vez (sí, alguna vez nos hemos enredado en el anzuelo de algún compañero).
En fín, este era un pedrusco de unos trés metros de diámetro y que sobresalía del agua más o menos metro y medio. Como ya he dicho, entre los tres amigos sólo poseíamos un equipo de buzo, con lo que nos turnábamos para investigar los alrededores de aquel peñasco.
Después de esperar a pescar algo desesperadamente y sin suerte, y recordando una y otra vez las palabras de mi padre en mi cabeza: "hijo, cuida bien de mi caña de pescar que sólo tengo una y son muy caras" lancé hacia atrás el anzuelo para coger impulso sin darme cuenta de que se había encallado en la piedra, con lo que al intentar soltarlo hacia delante con las mismas ganas que un niño tiene de levantarse el día de los reyes magos, la magníca y única caña de pescar se partió por la mitad como si del mar rojo con Moisés se tratase; entonces decidí que era mi turno para bucear.
Una vez con el equipo de buceo me lancé al agua aún con la imagen de la caña por la mitad; ahi se encontraban las mismas piedrecitas, conchas, algas y recovecos de siempre, con lo que decidí alejarme un poco más para relajarme visualizando material nuevo.
Tras quince o veinte minutos en el agua, y a unos treinta metros del islote maligno escucho voces de angustia por parte de mis amigos; saco la cabeza del agua y miro hacia ellos y escucho: ¡está detrás de tí! Cuando giré la cabeza hacia alta mar visualicé una especie de aleta no a mucha distancia de mi situación, y sin pensarmelo dos veces nadé apresuradamente hacia el pedrusco para intentar salvar mi propia vida.
Fueron los treinta metros más angustiosos de mi vida, y os puedo decir que en lo único que pensaba era: no me va a dar tiempo a llegar y el islote es demasiado alto para subirlo por delante, estoy acabado.
Al llegar a él, y sin saber bien cómo, mi cuerpo reaccionó como una maquina perfecta de escalar y trepé a la cima en cuestion de uno o dos segundos, teniendo encima aún el equipo de buceo, es decir, gafas, tubo, neopreno y aletas en los piés, lo que para nada fue un impedimento en mi ascenso.
Una vez arriba mis amigos se estaban descojonando en mi cara; resulta que aquella "aleta" que yo visualicé cerca mía no era nada más y nada menos que el tubo negro de un buceador profesional.
Después del mal trago y entre risas mis amigos no se podían creer mi forma de llegar a la cima de aquella piedra aislada en el mar, con lo que una y otra vez intentaron repetir el mismo proceso auqnue de manera ineficiente.
¡Que viva el poder del acojone!

lunes, 19 de octubre de 2009

El Mueble de Cocina...

Una vez más, me postro ante ustedes para regalarle otra historia divertida de mi vida de la que pude haber salido mal parado, pero que por la suma de varios factores se impidió un desastre total.
Estaba otra vez en esa époga gilipollas de la vida donde todos nos creemos inmortales e invulnerables y no hacemos otra cosa que probar nuestra suerte una y otra vez con acciones estúpidas tales como "a ver quién salta desde el sitio mas alto", "a ver quién es capaz de bajar una cuesta más rapido" o incluso "a ver quién se atreve a burlar a aquel pobre guardia de seguridad cuyas habilidades motrices dejaban mucho que desear".
Pero todos hemos sido niños alguna vez, y el que lo niegue os aseguro que está mintiendo (excepto ese calvo de la lotería, al que recuerdo extrañamente igual desde que tenía uso de razón), y aunque nuestros padres nos hayan intentado dar una educación ejemplar siempre conseguimos tergiversar sus enseñanzas para un fin malvado.
Esta es la historia de cómo por más que desde pequeños nos digan: no hagas esto que te vas a caer, nosotros vamos y lo hacemos, y por consiguiente, nos damos la hostia.
Volvíamos mis amigos y yo de hacer alguna locura callejera, la verdad no recuerdo cuál exactamente, pero sería algo como lanzar piñitas desde algun tejado a los viandantes, marear al viejo del kiosko con algún chicle de marca inexistente o dar vueltas por el supermercado cada uno por un pasillo toqueteando todo y volviendo loco al vigilante. Entramos en mi casa para reponer fuerzas y fuimos directos a la cocina a merendar como si de los niños huérfanos de la India se tratase, tras pasar junto a mi madre la cual se encontraba pegada al telefono fijo discutiendo con algún vendedor por llamarle una y otra vez.
Una vez en la cocina mis dos amigos famélicos fueron directos a por las galletas y las magdalenas mientras que yo me encargaba de encontrar la leche. Una vez con el maldito cartón cerrado como un demonio buscaba los vasos de cristal a la vez que me cercioré de que ahora se encontraban en lo más alto del mueble de la cocina, siendo este el mayor de mis problemas al ser un servidor el mayor retaco posible.
Pero para esto el gran creador del ser humano nos brindó con una potentísima herramienta: el cerebro, aquella masa gris que te hace pensar en cosas inútiles tales como "si me subo aquí fijo que llego allí".
Pues eso hice, me armé de valor y con toda mi decisión puse un pié en el saliente de media altura de aquel armario con puertas de cristal, y cuando ya subía el otro pie creyéndome mi gran victoria sobre aquella situación, me di cuenta de que no era un mueble de gran altura, sino que desde el principio de los tiempos de aquella máquina de matar no era una única pieza sino dos, una colocada encima de otra.
Mi cuerpo quedó flotando en el aire como el efecto "slowmotion" de una película a la vez que caía de espaldas al suelo seguido por un enorme y aparatoso mueble de madera y vidrio de aproximadamente tres o cuatro veces mi peso corporal de aquel momento.
Justo antes del momento "matrix" por casualidad me aferré con tantas ganas al mueble que una de las puertas consiguió abrirse, lo que permitió el desprendimiento de toda una vajilla de platos, vasos, cubiertos y demás utensilios cerámicos o de cristal cayesen directamente encima de mi cara, pecho, brazos y piernas.
Mi madre que se encontraba justo sentada a medio metro de la escena protagonista soltó el telefono de un grito y se temió lo peor al verme debajo de la montaña de madera, a la vez que intentaba levantarla con la ayuda de mis dos amigos.
Milagrosamente, aquel acto reflejo de abrir la puerta a parte de arrojarme la vajilla al completo de sopetón, sirvió para frenar la caida del mueble contra mi cuerpo, actuando de tope como si un puntal de obra se tratase. Lo creais o no, después de aquella caida mi cuerpo no sufrió un sólo rasguño y una vez más puedo decir que vivo para contarlo. ¡Gracias extraño hombre calvo de la lotería que me da suerte!

martes, 30 de junio de 2009

La litera...

Para los que han estado siguiendo las historias de mi blog recordaran que una vez hablé sobre el juego del "mamut" en un campamento realizado por el colegio.
Ese campamento estaba organizado en dos grandes bloques, el edificio de los chicos y el edificio de las chicas; a su vez, cada edificio estaba dividido en habitaciones, siendo estas las que nos unian a nuestros compañeros en todos los tipos de actividades diarias o nocturnas.
Las reglas básicas de este campamento eran los puntos; a lo largo de la estancia alli se irían concediendo puntos por buen comportamiento, limpieza y orden en las habitaciones, participación en las absurdas actividades propuestas y poco más.
Y en este momento os preguntareis: ¿y qué es lo que se obtiene al final de la excursión?, pues una mierda de premios inútiles estilo "mención de honor como campeón del campamento" (el que se inventó este tipo de bonificaciones debía de tener algun tipo de retraso, porque no conozco a nadie a quien le hiciera ilusión).
Como cabía esperar, ninguno de mi grupo hizo méritos para conseguir avanzar en esta lista de puntos, lo que nos convertía en el grupo más penoso de la historia del campamento, tanto que nuestra lista de puntos se quedo a cero mientras otros compañeros del colegio se esforzaban en mantener sus cuartos impolutos (¡bien por ellos!, seguro que ahora estarán super orgullosos de si mismos jaja).
Entrando ya en materia, esta historia relata un accidente peculiar, que en un principio quedó en una tonteria, pero podría haber pasado a males mayores.
Resulta que en mi habitación estabamos ocho personas repartidos en cuatro literas, siendo un servidor poseedor de la cama inferior de una de ellas. Para divertirnos aun más se nos ocurrió pegar las literas unas con otras, sin dejar espacios entre ellas y así poder sentarnos todos para comentar anécdotas del campamento como el gran pedo que soltó uno de nosotros el primer día que un profesor entró en la habitación para despertarnos.
Una de las noches en las literas, los dueños de las camas superiores decidieron divertirse de una forma diferente: acojonando a aquellos que ocupabamos las camas inferiores, dando saltos y moviendo aquel entramado de madera chirriante asegurado con cinta aislante.
Fue tal mi congoja por aquellos estruendos que sin pensarmelo me quité de enmedio, sentandome en la cama justo a mi siniestra, lo que hizo que su dueño intenara encarecidamente echarme de ella hasta que por fin se convenció de lo contrario: mi litera se partió literalmente por la mitad, y la cama de arriba se convirtió en la cama de abajo, dejandonos a todos boquiabiertos.
El chico que saltaba encima de mí se quedó paralizado pensando que yo aún seguía alli dentro, y si no llega a ser por mi cabezonería, miedo o ángel de la guarda, así habría sido.

sábado, 13 de junio de 2009

El mal de la bicicleta

Es curiosa la suerte que nos depara el destino; a unos nos hace fuertes, ágiles y competentes mientras que otros somos víctimas de la corrupción callejera o simples objetos manejados como títeres por el azar.
El siguiente relato tratará de hacer comprender no cuán peligrosas son las calles por las que vivimos, sino de cómo a una simple persona se le castiga repetidas veces para que aprenda que lo que intenta no es lo que está escrito para él.
Sobre el año 1993 me mudé a un nuevo barrio más tranquilo, donde sigo residiendo en veranos y navidades y fue allí el sitio en el que entre anécdotas cómicas y otras desastrosas me crié.
En ese barrio conocí a los que fueron mis amigos durante más de diez años, a los que veía día sí y día no, y como cabe esperar, siempre pasan mil historias que podría ponerme a relatar, pero me voy a centrar hoy sólamente en uno de esos amigos.
Cuando conocí a este chico era simplemente uno más de la pandilla; como a todos nos pasaba, cada uno teníamos una debilidad objeto de mofa por el grupo, pero sin llegar a tratar el tema con malicia; en su caso todo el mundo apreciaba que el pobre chaval estaba un poco sobrado de kilos (no mucho, pero había que sacarle alguna pega).
Este personaje, a parte de ser un poco mayor que los demás en edad y tamaño, era un amante del deporte, en concreto de la bicicleta; le podías preguntar por cualquier ciclista y cualquier etapa y se lo sabía todo al pie de la letra (aunque igual se lo inventaba y nosotros nunca lo comprobabamos jaja).
Es curioso como lo que más te gusta puede ser lo que no estés preparado para seguir; en su caso se trataba del ciclismo. En el primer año que residí en aquella zona cercana a la playa nos encontrabamos mi hermana, mi amigo "el entrado en carnes" y yo en la puerta de mi casa como cualquier dia pasando la tarde ensuciando las aceras con las cáscaras de pipas y las bicicletas tiradas en la calle. A lo largo de la tarde se acercó un viandante muy simpático que se sentó a hablar con nosotros; poco a poco nos fuimos dando cuenta de que aquel tipo tan simpático tenía algo sospechoso, y a medida que nos hablaba de su vida se nos aclaraban más las dudas de que no era trigo limpio.
Fue entonces cuando llegó el momento en que le pidió la bicicleta a mi amigo (al ser la más nueva y buena), quien tras negarse más de diez vecez acabo cediendo por pesadez; como era de esperar, vimos como aquel chaval subió por completo la cuesta de mi calle pero en vez de darse la vuelta y bajarla desapareció mientras tomaba la cruva.
Desconsolado por su pérdida, este chico le contó a sus padres lo ocurrido, y era tal la tristeza que desprendía que no tardaron más de un mes en comprarle otra.
Esta segunda bicicleta último modelo con cambios automáticos y freno de disco era la envidia de todo aquel que la veía; tan llamativa era que una noche alguien que se había fijado en ella entró en su casa y como si de un caramelo en la boca de un niño se tratase, desapareció.
Este pobre gafe no podía dar crédito de sus dos grandes pérdidas, cada vez más era objeto de burla en la pandilla, y esperando el entendimiento de sus padres pidió una tercera bicicleta por su cumpleaños.
La tercera bicicleta era más normalita, esperando no sobresaltar entre las demás, aunque igual de frágil; tanto era así que un día como otro cualquiera con más de diez bicicletas tiradas en la acera y ocupando parte de la calle, un coche que iba con demasiada prisa pasó sin contemplaciones por encima de una de ellas mientras todos estabamos despistados jugando con un balón.
Cuando nos acercamos corriendo a ver qué había pasado exactamente vimos que la bicicleta, ahora con forma de escultura artística, pertenecía de nuevo a nuestro gafado compañero; inevitáblemente todos nos echamos al suelo llorando de risa.
Es increible la cabezonería del ser humano, que después de demostrarte repetidas veces que algo no está hecho para uno mismo en vez de menguar ese deseo y darnos por vencidos hace que crezca y que nos obsesionemos hasta conseguirlo.
Supimos de este amigo que sus padres le dieron una última oportunidad cuando llegaron las fechas de pascua de ese mismo año. Todos esperabamos que por una vez el pobre tuviera algo más de suerte, y que aquella bicicleta llegase algun día a quedarse oxidada por el desuso, pero sin embargo esos no eran los planes del cómico destino; una tarde sentados en la calle como otra cualquiera mis amigos y yo reusamos el asistir a una excursion a la montaña con las bicicletas, a la que asistieron sólo la mitad de nosotros.
En esa excursion siempre se seguía la misma rutina: subida infernal hasta el pico más alto seguido de una bajada empinada y rapidísima por un estrecho camino de piedras creado por antiguos cortafuegos. Nunca le había pasado nada serio a ninguno de nosotros en aquella escapada hasta que esa misma tarde vimos llegar a lo que venía siendo una persona sin cara, solo arañazos y sangre abundante en la boca (el gafe) quien sin llegar a pararse del todo en dirección a su casa nos dijo: mi ultima bicicleta se quedo en el monte hecha una mierda tras la ostia que me he pegado, ¡que le den por culo al ciclismo!

jueves, 23 de abril de 2009

Rafting en California...

Hace cosa de un par de días soñé que estaba caminando por una ciudad que no había visto en mi vida, y era tal la magnitud de su belleza que me desperté pidiendo un lápiz a gritos para poder dibujarla. Se que os estareis preguntando "¿y que relación puede tener eso con hacer rafting fuera de España?", pues sinceramente no tiene ninguna, pero simplemente era un pequeño aperitivo para que os vayais haciendo a la idea de qué tipo de persona es la que se sitúa detrás de cada relato.
Como ya he comentado en la historia de los negratas, fui a California un verano a aprender inglés en una familia que me acogía durante un mes entero.
El siguiente día a nuestra llegada habían preparado una barbacoa en una increible casa americana que tenía prácticamente todo lo que a un adolescente se le pueda pasar por la cabeza comprar para su jardín: cancha de baloncesto, cama elástica, mesa de ping pong, piscina con cascada, máquinas recreativas..., en fín, una lista repleta de pasatiempos que ayudarían a que nos conocieramos los unos con los otros.
Cuando llegue a aquella casa, esperaba que estuvieran allí todos mis nuevos compañeros de viaje españoles, y en especial el único que realmente conocía de Málaga; como no ví más que dos coches en la entrada pensé que fuí de los primeros en llegar, hasta que me encontré con mi amigo en el enorme jardín pero con una curiosidad: el tío se encontraba vestido con una camiseta de propaganda, unos pantalones de pijama y unas zapatillas.
Mi primera reacción fue la de pensar "que tío mas grande que se viene aquí super cómodo a conocer a la gente, que dios", hasta que caí en la cuenta de que le había tocado vivir en aquella mansión.
Por suerte para mí, mi familia de acogida y la suya se llevaban bien, así que de vez en cuando nos escapábamos a realizar actividades juntos tales como ir a la bolera, centros comerciales, hacer waterboard (como surf pero enganchado a una lancha motora) o lo más divertido a lo que pudimos ir a hacer: rafting.
Para quien no esté familiarizado con este deporte quiero explicaros por encima en que consiste: se trata de una pequeña balsa en la que se encuentran seis personas sentadas (tres en cada lado) como principales remos y una séptima con mucha más experiencia que hacía de timón y guía, y el único objetivo es bajar la totalidad del río en el mejor estado físico posible.
Una vez allí nos colocaron por tamaño a ambos lados de la balsa para compensar las fuerzas, y mi amigo y yo nos encontrabamos sentados en segunda fila, uno a cada lado, con nuestras respectivas madres delante y nuetras dos hermanas detrás; la guía era una chica jóven que parecía que sabía lo que hacía, y hecho esto nos pusimos en marcha.
Al principio para cogerle el truco a remar de forma unitaria nos encontrabamos en una planicie del río, pensando por un momento que todo iba a ser así y que aquello iba a ser el mayor sufrimiento no por esfuerzo, sino por aburrimiento. Cuando empezamos a atravesar pequeñas bajaditas con piedras a los lados y la cosa iba cogiendo velocidad nos empezamos a emocionar con aquel deporte.
Tras unos treinta minutos remando, tirándonos al agua para refrescarnos y bajando rampitas pequeñas llegamos a un recóndito espacio lleno de balsas como la nuestra que se encontraban haciendo círculos evitando seguir adelante.
Resulta que en el camino habían dos sorpresas: dos bajadas tan profundas que se debían hacer tan sólo de una en una balsa, con los pasajeros sentados en el suelo en posición fetal y los remos en vertical para no hacerlos chocar con las grandes rocas de los lados. Eso sí que tenía emoción, y la pura realidad es que a todos se nos notaban dos grandes pelotas en la garganta subidas desde la entrepierna (incluso a las mujeres), pero si habíamos ido hasta allí no era para dar un rodeo y bajar el trecho a pie sosteniendo la balsa como hacían la mitad de los grupos; una vez examinada la bajada con detenimiento, nos dispusimos a ello y tomamos rumbo al estrecho recoveco por el que había que atravesar las rocas cogiendo la mayor velocidad que nuestros brazos alcanzaban.
Estando en la sinuosa bajada sentíamos cómo golpeábamos lateralmente las rocas a una velocidad de vértigo, y tras unos veinte segundos agónicos llenos de pura adrenalina llegar a tocar de nuevo el estado de planicie acuática hizo que de la emoción todos nos levantásemos para celebrar nuestro triunfo gritando con alegría.
El mal trago había pasado, todos nos sentíamos como unos auténticos héroes triunfantes, pero no habían pasado ni diez minutos más cuando llegamos a una nueva retención de balsas con la consiguiente bajada aún más peligrosa que la anterior...
Era tan importante la pendiente y tan complicado el recorrido de bajada que tuvimos que estudiar muy a fondo la manera de aproximarnos a ella. Una vez preparados y con alrededor de doscientas personas observando desde sus balsas o estando en tierra firme fuimos directos hacia el peligro y con decisión pensando "¡esta gente se va a enterar de que casta estan hechos los españoles!".
Entramos frenéticamente en aquel tobogán de piedra, siendo tanto el frenesí que nos fuimos directos contra la roca más grande del camino, frenándonos en seco y haciendo que los pasajeros traseros chocasen con nosotros y nosotros con los delanteros hasta estampar literalmente la cara contra la fría piedra. Lo siguiente que recuerdo es a nuestra monitora con una fractura a la altura de la rodilla intentando agarrarme para no seguir golpeándome con las rocas de la cascada... Cuando mi amigo y yo nos dimos cuenta del ridículo que habíamos hecho ante tanta espectación y estando con el cuerpo magullado y dolorido aunque intacto, nos echamos a reir como posesos a la vez que escuchabamos a la gente alrededor diciendo "is not funny!" jajaja.